En el primer nivel, un lápiz es un lápiz, una alcahofa es una alcachofa, y el mundo es literal: muchas de las músicas de entretenimiento, o las que en Estados Unidos llaman «música de ascensor», porque infesta estos angustiantes cubículos intentando, en vano, hacerlos más tolerables, pertenecen a esta categoría, en la que el grado de originalidad es cero.
En el segundo nivel, empieza a estar presente una elaboración, aunque elemental: ahora la trama de una novela puede ser un dragón que saca fuego por la boca, pero sigue siendo una imagen retomada de algo ya contado. Gran parte de la música pop está en esta categoría.
En el tercer nivel, la habilidad técnica empieza a no ser suficiente: el que crea necesita una inspiración que no se limita a su conciencia, que la trasciende. Toda la música que nos ha tocado profundamente, la que perdura en el tiempo, pertenece a esta categoría.
O quizás pertenece a la categoría del cuarto nivel: la de las obras maestras en sentido absoluto, donde el autor, el compositor, por decirlo de algún modo, se ha abandonado y sólo es el instrumento de una potencia transpersonal y superior. Se cuenta que Mozart había dicho «Dios me habla, y yo escribo». Y Beethoven, a un violinista que se lamentaba por no poder seguir una cierta melodía: «¿Cómo puedo preocuparme de los límites humanos cuando busco hablar con Dios?». Cualquier música que escojáis para vuestra meditación, lo importante es que surja de este último nivel de pasión y unicidad. No importa que se trate de un madrigal o Stravinskij, Babatunde Olatunji o Miles Davis, que sea áspera y feroz o suave y angélica, si llega de dentro seguramente es el eco de un alma humana. Y el Universo está con ella.