Es un hecho que lo conoce bien quien practica meditación: al recorrer con la conciencia cada parte del cuerpo, se alcanza a veces una intensidad en la percepción del propio organismo y de las propias emociones que es inimaginable para quien se encuentra en un estado de prisa (¡aunque fuese también deprisa para aprender a meditar!). Cuando uno se identifica completamente con las sensaciones individuales y las saborea a fondo, al abrir los ojos delante de un reloj (que funciona) se ve el segundero detenido: esto sucede porque la percepción del tiempo se ha alargado. Análogamente, el auténtico campeón de navegación a vela que en la regata se zambulle en un estado cercano a un trance, porque se compenetra totalmente con lo que está haciendo, vive un tiempo subjetivo larguísimo, tanto que mientras ejecuta un giro de botavara tiene la sensación de ver una película en cámara lenta, con todo el espacio necesario para efectuar cada fracción de la maniobra con el mayor cuidado. Lo mismo vale para el esquiador, para el piloto, para cualquier deportista que —en vez de llegar a la curva bajo presión y por lo tanto con un tiempo subjetivo reducidísimo— al estar en contacto con las propias sensaciones, tiene todo el tiempo para darse cuenta, para vivir la experiencia por un tiempo más largo y, por lo tanto, para hacer muchas más cosas o para hacerlas mejor.
Cuando la prisa es una constante en nuestra vida, tanto que nos hace perder la capacidad de reconocer sensaciones y necesidades importantes, el organismo se encuentra durante la mayor parte del tiempo en el estadio del sistema nervioso simpático —el de la emergencia— que no permite nunca la recuperación necesaria. Y esto, tarde o temprano, se paga. Es lo que ocurre sistemáticamente en algunas sociedades, donde desde niño es empujado a alcanzar antes de tiempo determinados objetivos —en el jardín de infantes, los niños son preparados para la primaria, en la primaria, para la secundaria y así sucesivamente—, con la única ventaja de permitirle a quien controla el juego, continuarlo.
Sólo bajando el ritmo uno puede realizar experiencias, mientras que, cuando uno permanece ensamblado en el mecanismo, no sabe a qué juego está jugando, qué cosa está comprando, por qué trabaja en cierta empresa, por qué o para quién estudia algo. A la inversa, cada vez que tenemos la sensación de haber hecho una experiencia, sentimos también que vale la pena vivir. Cuando sabemos que la vida que vivimos nos ayuda a tener experiencias, por lo tanto a crecer y a desarrollarnos como individuos, nuestra alma está viva. Y nuestra salud se ve afectada positivamente.
Acción y contemplación son, por lo tanto, dos funciones complementarias. Esta complementariedad no se puede disolver si no es al precio de una pérdida de su significado: la acción crea una mutación física, hace que ocurra algo, vemos los efectos, crea lo que definimos como experiencia. Pero sólo cuando es seguida por un estado de quietud que hace posible saborearla, dejar que sedimente dentro de nosotros y que se integre, la experiencia adquiriendo sentido y valor.