Estaba maravillosamente erguido, con hombros anchos – que no estaban ni demasiado hacia atrás al estilo militar, ni curvados hacia delante en la postura típica del religioso – era un tórax profundo. Su columna vertebral estaba erguida y la cabeza en equilibrio sin ningún esfuerzo aparente en los músculos del cuello. Mostré mi admiración frente a la perfección de su desarrollo físico. Después vi otra persona igual.
Sin conocer mi interés por las sillas, mi amiga comentó que los dos hombres que me habían llamado la atención eran los únicos que habían crecido en una pueblo donde no había una escuela de la misión, con sus mesas y sillas. Seguro que había otras diferencias entre estos dos hombres y los demás, pero el comentario de la amiga me sirvió para transformar mis sospechas en hipótesis. Ahí tenía una señal dramática de que todo el paradigma científico sobre el diseño de las sillas era erróneo. El problema no estaba en el diseño, sino en las sillas mismas.